¿Qué sentido tiene guardar ese dolor?

Publicado el 4 de octubre de 2023, 15:32

Subía las escaleras con M. Estábamos intentando averiguar cómo llegar hasta nuestros asientos. Hablábamos de lo que tocaba hablar cuando entras a un teatro. Estábamos en el momento, en el presente le dicen. Hablábamos mientras nos hacíamos paso entre el gentío, que por sus miradas y gestos parecían andar descifrando la misma incógnita que nosotras. 

Subíamos las escaleras conversando. Pero yo lo único que quería era encontrar mi asiento para recuperar el calor en mi cuerpo. Minutos antes estaba sentada en un banco. Una noche de invierno. Sentada en un banco. Enfrente tenía a un vecino que ya claudicó el día en un banco que era su hogar.  

Como si supiera lo que iba a pasar, hice mi parada de rigor en el chino de mi calle. Cerveza, tabaco y una bolsa de pipas. Sí, pipas. Alimentan y entretienen. Una se pone muy mona para ir al teatro, pero por dentro la tóxica que hay en mí demanda su dosis de atención y adicciones variadas. 

El plan era encontrarme con M. en un bar cercano al teatro. Absorta en mi música y en mis pensamientos andaba segura y directa al punto de encuentro. No di ni un solo rodeo. Tenía muy claro mi camino. Sentía una inhóspita seguridad en mis pies. Esa seguridad que sientes cuando conoces a alguien y tu mente te dice: Esta noche, follo. 

De pronto, porque fue de pronto, un fogonazo me cegó. Y no era un fogonazo de los que molan. No, me cegó y me paré en seco. Fueron milisegundos que bien parecieron minutos. Estaría a tres metros del bar. Yo sabía que M., mi amiga, ya estaba dentro. Entonces hice un requiebro cual torero esquivando a su presa. Agarré el móvil como fiel escudero. Y me senté en el banco a esperar cerveza, cigarro y pipas en manos. 

Ese fogonazo tiene nombre propio. Quien en cada encuentro emito un “hola, qué tal” en un intento de normalizar y destensar. O eso me digo. Y lo que recibo es una mirada matadora. Recibo un odio que entiendo no me pertenece. Así que paso de largo sacudiéndome la mala energía al tiempo que la pongo de vuelta en esa persona. O lo intento, al menos. "Esa persona que ni olvida ni perdona, que prefiere vivir en su rencor." Me digo orgullosa.

“Pero ya se acabó”, escucho a gritos en mi interior. “¿Me escuchas? Esta noche no, esta noche no voy a cometer el mismo error”. Esa noche no estaba dispuesta a ser su cubo de basura. Esa noche me sinceré al fin conmigo misma y me quité la corona de santa. No, no intentas normalizar y destensar. Intentas hacer como si no pasara nada. Y sí pasa. Esta persona te odia y tú sigues permitiendo que te maltrate. ¿Hasta cuándo vas a continuar aceptando este abuso? ¿Este abuso hacia ti misma? 

Subíamos las escaleras esquivando personas. Al fin reunida con M. Por el reflejo del espejo volví a contemplar  a la misma persona. Esta vez no me detuve. Ya enfilábamos la puerta para entrar a las gradas. Cuando me topé con P. Se ve que era la noche de los reencuentros con el pasado. Me preguntó con tanto amor. Sentí una enorme calidez en sus palabras y en su rostro. “¿Cómo estás?, ¿todo bien?”, me pregunta. “Bien todo, bien”, respondo sonriéndole sorprendentemente plácidamente. Ella también sonreía. 

En ese instante me di cuenta que P. no tiene ni idea de que aún me siento dolida con ella. Un dolor que aún recordaba de tanto en tanto en noches tristes. Mis recuerdos han cambiado ahora. Recuerdo nuestro encuentro en el teatro, sus palabras, su mirada y sonrisa amorosa. Ahora me digo: ¿Qué sentido tiene guardar este dolor después de tanto tiempo? Y entonces me convierto en ese mismo fogonazo que vuelvo a sentir en mi cuerpo entumecido. 

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